sábado, 6 de abril de 2024

EL GATO

Domitila, luego de concluir su cotidiano oficio de limpieza en la Universidad, se dirigió a su cubículo asignado para degustar el desayuno que todas las mañanas solía traer de su vivienda, pero quedó extrañada de su desaparición. Por varios días sufrió la ayuna hasta que se dio cuenta que un gato negro de ojos azules era quien la castigaba de tal forma imperdonable que pensó cobrarla de alguna manera. Así que se la ingenió y pudo un buen día de asueto universitario atrapar al astuto Misifú. Lo metió en un saco que tenía preparado al efecto con un orificio para que el animal pudiera respirar y cargó con él hasta la Plaza Farreras. Después de largo rato bajo la sombra de un Guayacán, Misifú, con las uñas de sus patas ensancho el orificio y por allí salió hasta penetrar y camuflarse en una Carnicería cercana. Allí, por supuesto, no le faltaba proteína, pero un día propicio salió de su encierro a dar un paseo. Cuando volvió con la noción del tiempo esfumado, se encontró que el Gallegos dueño de la Carnicería estaba como un guardián en la puerta. De manera que optó por otra aventura. Esta vez encontró la puerta entreabierta de una casa que parecía sola, pero en la sala bien pulida jugaba con su carrito un niño que inmediatamente simpatizó con el gato. Quien nuca sintió empatía por Misifú fue la Madre solterona, tratando de convencer al único hijo de que no era conveniente para su frágil salud, más si era realengo y de procedencia desconocida. No creía ella que este fuera la excepción entre los quinientos millones de gatos repartidos en 100 razas, que hay en el mundo. Ella creía que el único gato bueno y sano era Muezza, el gato de Mahoma. El Gato tenía un oído fino para los sonidos y entre los cien sonidos que era capaz de descifrar estaba el de la Madre del chico, un sonido tan despreciativo que lo obligaba a buscar otro rumbo tan pronto tuviese la ocasión que pronto llegó. Fue un día que ambos, la Madre y el niño, se fueron no sapo a dónde. Lo cierto es que se escapó sintiéndolo mucho por el niño que nunca dejó de llorar tras su prolongada ausencia. El Gato, de tanto andar, encontró otra vivienda donde vivían un jubilado hombre de sesenta años llamado Félix María y su ama de llaves. El hombre dormido en una hamaca, despertó y se encontró sorprendido con aquel Gato que le simpatizó hasta el punto de darle parte de su comida y dejarlo dormir sobre sus sandalias. El viejo jugaba de vez en cuando con Misifú y le enseño a cazar el alimento que cundo se sentaba a la mesa, le lanzaba a un punto del jardín muy distante. Transcurrieron años y el Viejo se hizo tan longevo como el Gato que le sobrevivió un año más durante el cual nunca dejo de visitar su tumba en el cementerio hasta que en un Jueves Santo lo encontraron muerto sobre la tumba. Los herederos del viejo Félix María, embalsamaron a Misifú y lo transformaron en una escultura sobre la tumba que a la larga se convirtió en leyenda y atractivo turístico, donde los visitantes suelen retratarse.