miércoles, 30 de noviembre de 2016

LOS BIGOTES DEL GOBERNADOR



En mayo de 1970 cuando el arquitecto Manuel Garrido Mendoza se posesionó de la Gobernación del Estado Bolívar, los bolivarenses se sintieron atraídos por aquella figura alta y magra luciendo en la parte superior de los labios unos bigotes largos, abundantes y poblados.
Todo el mundo tenía que ver y para diferenciarlo del común de los bigotes empleaban el vocablo italiano mostaccio (mostacho) recordando tal vez al venado de matacán o aquel personaje, Bartell D´Árcy, de la novela Los Muertos, del escritor y poeta irlandés James Joyce, que cantaba ópera en el Theatre Royal.
Se me ocurre que este personaje de Joycee ha debido parecerse a nuestro paisano bolivarense José Sambrano Ruiz, un ex gerente de la CANTV, a quien los citadinos preferían reconocer como “Bigote Eléctrico”, cognomento que creo le habría venido más acertadamente a Mario Moreno Cantinflas.
Lo cierto de todo esto es que a una de las bombas diamantíferas del Guaniamo los mineros la bautizaron con el nombre “Los Bigotes del Gobernador”. El diario El Nacional se ocupó del asunto y hasta el doctor Márquez Bustillos fue recordado a propósito, sólo que este funcionario de confianza del General Juan Vicente Gómez tenía los bigotes puntiagudos o vibrisas como un morsa del Pacífico.
Muchos bolivarenses siguieron la moda del Gobernador, entre ellos, el Presidente de la Asociación de Ejecutivos, doctor Ramón Castro Mata, aclarando cuando un periodista le preguntó, que “antes que imitar al Gobernador, yo diría que imito más bien a mi abuelo que los usó antes que él”. Por supuesto, eso de dejarse crecer el bigote viene desde muy lejos y las formas y estilo varían. Por ejemplo el bigote de Salvador Dalí, era fino y entorchado en sus extremos. Rubén Hugo Ratón Ayala, jugador argentino de fútbol, se distinguía por su melena y enorme bigote.
También mi abuelo José de la Cruz Tillero, muerto en Puerto Rico a la edad de 80 años, se distinguía por sus bigotes bien tupidos y cuidados. Lo mismo que Goyo Suárez, carpintero y carenador de barcos, acostumbrado a desayunarse con el majarete que vendía la vecina. Para lo cual utilizaba un pocillo de peltre, tan grande, que llevó a un paisano a preguntarle porque tanto? A lo que respondió. “una parte para mi y otra para los bigotes” Era el problema de los bigotudos como Balbino Paiba, mayordomo de los Luzardo y amante de Doña Bárbara en la novela de Gallegos: “Balbino con sorna y mientras se enjugaba a manotadas los gruesos bigotes impregnados de caldo grasiento de las sopas…”
También, la manera como el hombre se manotea el bigote, si lo tiene, revela a otros su grado de reflexión o preocupación. En “Doña Bárbara”: “Balbino se manotea el bigote, no para limpiárselo, sino como maquinalmente hacía cuando algo lo contrariaba”.
El más conocido de los dadaístas, el pintor francés Marcel Duchamp (con obras en el Museo Soto), que expresó su desaprobación por el “arte agradable y atractivo” cometió la irreverencia de añadir bigote y barba a una reproducción de la Mona Lisa de Leonardo da Vinci. Lo iconoclasta de Duchamp encontró también expresión en lo que llamaba “ready-made”, los objetos cotidianos que él presentaba como obras de arte.
Y volviendo al arquitecto Garrido Mendoza, debemos decir que anduvo de boca en boca durante los años 1970-74 no solo por su peculiar estilo de gobernar y de ocuparse de obras simples como las plazas de bolsillo, sino por su figura alta y delgada y su atractivo mostacho que llevaron a muchos bolivarenses a imitarlo y a recordar, no sólo a un tradicional mago prestidigitador del Circo de Blacamán que por temporadas llegaba a Ciudad Bolívar y levantaba su carpa con bailarinas, payasos, trapecistas, domadores y animales en la plaza Centurión, sino a un septuagenario que siempre decía, siguiendo una vieja tradición, que mientras más largo los bigotes más respetados sería. De manera que se los cuidó y dejó crecer tanto que para sostenerlos debió enrollarlos alrededor de las orejas y otras veces ataba sus puntas detrás de la nuca; pero de noche los bigotes le resultaban un problema: soñaba que era una culebra tratando de estrangularlo, por lo que terminó siendo insomne por temor a las pesadillas. Sus amigos más cercanos, incluyendo a un psicólogo, le dijeron que el remedio estaba en sus manos y que no era otro que eliminarse los bigotes, pero el septuagenario se resistía alegando que modificaría su personalidad y que se sentiría como un militar que le quitan el uniforme, el revólver y las charreteras, además que un brujo le había dicho que mientras más largo el bigote, más larga la vida terrenal. Entonces, siguió otro consejo, más divertido, más erótico, más sensual: contrató a una bailarina desnudista para que lo recreara en sus noches de insomnio. Remedio perverso, pues cuando la danza llegó al punto de la última prenda, el buen hombre se quedo dormido para siempre.

martes, 29 de noviembre de 2016

CONCEPCIÓN DEL CAMPO

Concepción se hallaba apta para el coito. Se había buscado marido y, sin embargo, no salía embarazada. Su madre pugnaba contra la idea que hacía suponer a su hija tanto como una mula o machorra. Para disipar dudas le aconsejó no perdiera una sola noche en cama durante el mes de mayo, según la creencia popular, muy propicio para la fertilidad. Pero como pasó mayo dejando sólo en el ambiente el aroma de las flores, optó por la escorsonera mezclada con sábila, guamacho, cadillo de perro y rosa de la montaña. Bien pisada, por supuesto, y colocada en un totumo maduro durante tres meses.
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Transcurrido ese tiempo, la Madre coló la pócima, le añadió aguardiente con miel de abeja y, Concepción, luego de ingerirla con el rostro transfigurado, pasó con su marido todas las noches de mayo, donde no contaba el tiempo, la brisa húmeda del río ni la luna en creciente colada por las entrepalmas del techo. Como complemento también se había comido un Aguaitacaminos asado y desabrido y rezándole sendas oraciones a San Ramón Nonato y a Nuestra Señora de la Nieves.

Esa noche canto el alcaraván y más tarde lo hizo el tuqueque. También el Borococo y ya casi amaneciendo se sintió el aletear de las lechuza por encima de la casa.

Y cuando hubo transcurrido tiempo suficiente, la madre comenzó a observar la forma del vientre y supuso que era varón porque el mismo lo veía alargado y no redondo como el de ella cuando parió a la mismita Concepción. Sin embargo, no estaba muy conforme y ocultó un cuchillo y una cucharilla en sendas sillas de la casa e invitó sentarse en una de ella a su hija y resultó que lo hizo sobre la del cuchillo, por ello pudo jurar a pie juntillas que era un macho lo que vendría muy pronto. Además fijó el oído en la parte baja del vientre de su hija y sintió latidos y vio que ésta un día de mucho sólo tuvo antojo de comer mamones.

Con todos estos indicios juntos la madre disipó la duda y se convenció de que vendría un varón y como deseaba que fuese blanco como su tío Hermenegildo, la purgaba cada dos meses con sal de epsom y para que el parto fuera fácil le daba de tomar de vez en cuando baba de guásimo y para que el muchacho no fuese a venir de pie o encajado contrató cada semana a una comadrona que le daba una soba en el vientre utilizando aceite de comer, sebo de Flandes y grasa de vaca con manzanilla.

Se esmeraba y se prodigaba en cuidados la madre ansiosa de su primer nieto y previéndo lo posible para que el niño naciese perfecto, aconsejaba a Concepción tomar hervidos de Cayena Roja para evitar la eclampsia, a no mirar el próximo eclipse para que el niño no viniera al mundo con manchas. Tampoco le permitía que viera el arcoiris para no atraer sobre su piel el salpullido, ni convenía que fijara su atención en personas con defectos físicos pues el niño podría correr la misma suerte, debía eludir comer frutas morochas si no quería verse comprometida con un parto gemelar y evitar que hombre alguno pasara delante de sus piernas en el noveno mes de embarazo para impedir se le enredara el cordón umbilical. En cambio le aconsejaba que acariciase los frutales para que diesen buena cosecha y le cortaran el pelo a la niña vecina para que se pusiera tan crespo como bonito.

Llegado el momento del parto, la madre tapó todas las rendijas del cuarto, preparó cobijas aforradas y las puso en puertas y ventanas para favorecer a la madre de un mal aire. Luego llamó a la comadrona, la que pidió un trago de ron para coger fuerza. Observó a la parturienta, rezó una oración y tomando dos sillas las puso juntas, pero un poco separadas. Sentada la parturienta en ambas, trataba de guardar el equilibrio con su vulva al aire como un badajo. El marido, situado en la parte de atrás, la sostenía mientras la partera comadrona, provista de un plato de peltre con aceite y ajo calientito, le untaba a cada momento la vulva para ayudar al parto.

Pronto se rompió la fuente y el niño nació sin contratiempos. Respondiendo al primer vagido y porque había nacido boca abajo, la comadrona lo proclamó “macho por todo el cañón”. Luego corto el ombligo y lo amarró tres veces y unto sangre del mismo en labios y mejillas del recién nacido invocando para siempre en su faz un saludable y sugestivo color rosa. Su madre sugirió entonces que enterraran el cordón umbilical cerca de una mata de plátano para que fuese agricultor y se quemara leña encima a fin de que creciera fuerte y sano, mientras la placenta que parecía un segundo parto fue a parar bajo tierra en el mismo cuarto oscuro y casi hermético del parto.

Ya en el puerperio, la mujer guardo reposo durante cuarenta días y se alimentó con sopa de gallina, pero no pudo bañarse y para aliviar el dolor de los entuertos usaba Artemisa curtida en ron y ginebra con clavo, canela y nuez moscada.

Al final, el niño, con un gorro de media en la cabeza para que no le entrase frío en la mollera y un azabache de amuleto en la muñeca, fue echado a andar por el mundo hasta hacerse adulto y repetir en otra mujer la hazaña de su padre.

lunes, 28 de noviembre de 2016

LA LAGUNA DE LOS CAIMANES

Eran tres lagunas, juntas y muy próximas una de las otras, grandes, difícilmente accesibles, a la margen derecha del Orinoco, cobijadas periféricamente por una alfombra de Boras desde que perdieron su comunicación en tiempos de aguas altas con el río.
caiman negro alvino del orinoco blanco cocodrilo
Su único nutriente o surtidor eran las aguas de lluvia que drenaba la ciudad a través del canal de cintura, de una ciudad que fue creciendo sin dejarle más espacio y respiro que el cielo y sus predios orilleros.

Eran tres, pero sólo una, la del Medio, era la laguna de los caimanes porque la gente llegó a creer que allí moraba más de un caimán, pero un solo ejemplar habitaba el cuerpo de agua, un ejemplar casi domesticado por un niño que vivía en uno de los barrios de los alrededores.

El niño se llamaba Chispito, diligente, curioso, avispado, que se apretaba con índice y pulgar el labio inferior y emitía un silbido largo y agudo que se extendía sobre la superficie de la Laguna y casi rielaba y llegaba a producir acentuadas ondas.

El caimán percibía este silbido y respondía por reflejo deslizando su pesado, oscuro y costroso cuerpo hasta la orilla donde se hallaba Chispito con quien había establecido una cotidiana relación de inteligencia de forma tal que el niño podía sin temor atraer y acariciar el hocico del extraño saurio.

La aspiración de Chispito era poder algún día montar al caimán como jinete a su caballo y cabalgar sin rienda por todos los espacios abiertos de la laguna, asombrando de emoción a vecinos y turistas; mientras tanto, se conformaba con invitar a sus amigos de la escuela para que vieran mediante apuesta cómo el caimán respondía su silbido. Chispito se hizo millonario en centavitos, realitos y golosinas hasta que intervino el cuerpo policial del estado y previno a los padres del peligro que corrían sus hijos al acercarse a un reptil tan voraz como el caimán del que se contaban tantas historias.

Del Caimán del Orinoco se contaban muchas historias. Muy raro que pasara el año sin la noticia de un ser humano devorado en tiempos de inundación. Si el caimán llegaba a probar carne humana se quedaba cebado en el sitio por largo tiempo, pues debido a su astucia y a lo invulnerable de su piel, resultaba difícil eliminarlo. Para liquidarlo había que dispararle con arma de fuego a las fauces o en la fosa axilar. Los indios tenían su propio método. Lo capturaban con poderoso anzuelo de hierro puntiagudo, cebado con carne y atado a una cadena que luego aseguraban en un árbol. Tras su captura terminaban con él atacándolo con lanzas.

Era evidente la desventaja del caimán frente a los recursos depredadores del hombre y mucho más se acentuaba cuando circunstancialmente se engullía a un infortunado. Para muestra bastaría citar entre numerosos casos, el de Francisco Castillo, septiembre de 1900. Este mayordomo de uno de los hatos del Torno, propiedad del general Ernesto García, fue devorado por un caimán contra el cual luego se desató una persecución implacable hasta que fue capturado.

Para asegurarse asimismo los vengadores de que se trataba del caimán que andaban buscando y no otro, le abrieron el vientre y quedaron convencidos, pues encontraron restos del mayordomo que el caimán se había engullido.

Un Jueves Santo de 1914, en isla Platero del Paso del Infierno, sucumbió víctima de la voracidad de un caimán el marinero de la piragua “Amazonas”, Amador Pérez, de 39 años y natural de Tucacas.

El infortunado fue cogido por la cabeza y arrastrado violentamente por el saurio, sin permitir que los compañeros de la embarcación pudieran auxiliar al desgraciado, al que vieron aparecer a lo lejos, por tres veces, debatiéndose entre las mandíbulas del animal, hasta desaparecer del todo, sin dejar más rastros que el sombrero de la víctima.

En Ciudad Bolívar devoró a una lavandera del sector de Los Corrales. Este fue perseguido por Santos Rodulfo, empleado de la lancha de Andrés Juan Pietrantoni, quien le dio muerte y luego lo exhibió durante varios días en la playa del Paseo.

Frente al Resguardo de Ciudad Bolívar, Samuel Gutiérrez, de un solo tiro de máuser, acabó con la amenaza de un caimán, de 3 metros, que merodeaba por esos lados en el año 1931.

Había otro por la zona de Orocopiche que no dejaba en paz a las tradicionales lavanderas del sector. Este fue capturado el 3 de julio de 1950, entre la Boca del San Rafael y La Toma.

Se creía que el último caimán que moraba por estos predios lo había matado el capitán José León Medina, en agosto de 1951 cuando el Orinoco se metió hasta algunas calles de la ciudad y hubo la alarma de un hidrosaurio que veían asomar sus fauces por el muelle de la Aduana, dispuesto a tragarse al primer caletero que cayera al río. Pero no fue así, el último caimán apareció confinado en la Laguna del Medio en plena camaradería con Chispito, quien burlando la vigilancia policial se fue un día a la laguna. Emitió un silbido. El hocico y los ojos del saurio emergieron del agua y enseguida se dirigió a la orilla. El niño entonces se sentó en el lomo, agarro la parte delantera de su temible cabeza y comenzó a cabalgar como todo un señor jinete.




sábado, 26 de noviembre de 2016

EL PÁJARO DE LOS SIETE COLORES

Juan se levantó muy temprano. Se fue a pescar a la orilla del río Orinoco y capturó un pez bonito, pero extraño. Tenía el dorso verdoso y los flancos más claros y con una banda irisada que recorría todo su cuerpo. Presentaba numerosas manchas negras en el dorso, los flancos y sobre las aletas. Su tamaño era de unos 30 centímetros aproximadamente. Un pescador que pasaba cerca, lo vio y también quedó sorprendido pues tenía todas las características de una trucha coloreada que sólo se encuentran en algunos lagos y arroyos de regiones frías. ¿Cómo pudo llegar o penetrar hasta el Orinoco? Se preguntó el pescador ribereño y continuó meditabundo su camino.

Juan, un poco confundido, devolvió su presa al río pues no valía la pena sacrificar un pez tan bonito y se fue caminando hasta un conuco ribereño donde la siembra de patillas estaba a punto de cosecha. Quiso apaciguar su sed y tomó una de ellas aprovechando la soledad de una naturaleza apenas habitada aquella mañana por espantapájaros. ¡Qué deliciosa estaba aquella sandía cuyos colores asociaba con los de la extraña trucha pescada en el Orinoco!

Prosiguió su aventura matinal río arriba, se internó por un recodo que conduce a una laguna circundada por piedras gigantes. Trepó una de ellas y desde lo alto casi se cae del susto al ver una culebra Boa, mayor de dos metros, con el dorso de color anaranjado, irisaciones color perla y grandes anillos irregulares de color pardo. La cabeza grande, los ojos pequeños y las escamas que cubren el cuerpo, lisas y brillantes.

-Hoy es el día de las cosas más extrañas! -pensó para sí y aguardó que la serpiente desapareciera para él hacer lo mismo: desaparecer de aquel lugar enmarañado y pedregoso. Tan pronto descendió de la piedra, corrió y se extravió por un pequeño bosque perturbado por la algarabía de una bandada de loritos australianos que se habían escapado de la casa de un hacendado de la ciudad. Que coincidencia, los loritos tendían a parecerse por sus colores a la trucha y a la serpiente pues sus colores eran muy llamativos. El pico y el pecho amarillo rojizo, el dorso verde y la cabeza y el abdomen azul cobalto. Quiso cazar uno con su gomera, pero no fue posible. Los loritos raudos emprendieron el vuelo y dejaron atrás una estela de hojas secas desprendidas de los árboles.

De vuelta a casa, Juan contó a su Madre la aventura mañanera y por la noche tuvo un sueño muy largo y también lleno de sorpresas. Soñó con un pájaro de siete colores surcando con su cola la mitad del cielo

-¡Un pájaro de siete colores! ¿Cómo es eso, Juan? -exclamó la madre tan pronto terminó de oír el cuento del muchacho recién levantado y todavía soñoliento.

-Y ¿cómo eran los colores?

-Rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, índigo y violeta.

-Caramba, qué maravilla. Y hacia dónde volaba ese pájaro multicolor y tan enorme, hijo mío?

-No volaba, madre, estaba como estático cubriendo buena parte del firmamento.

El diálogo no pasó de allí y por la noche, Juan volvió a soñar con el pájaro de siete colores. Esta vez no comentó nada, se puso su franela, también su gorra, su gomera de cazar pájaros e iguanas y muy temprano se fue subiendo hasta la cumbre del Cerro La Esperanza. Comenzaba el mes de mayo y en la madrugada había llovido, signo de que ya comenzaba la estación lluviosa. El Sol muy cerca del horizonte por el naciente penetraba sus rayos en las gotas de lluvia en suspenso y una banda policroma como la Boa que comenzó a extenderse en el cielo sorprendió a Juan, quien abrió los brazos y exclamó:

- ¡Oh, Madre, aquí está. Aquí está mi pájaro. El pájaro de siete colores!

En ese momento su Madre no podía oírlo, pero más tarde el le reveló la realidad del sueño y la Madre le contó el cuento de sus abuelos. Un cuento alado que viene de los griegos, según el cual esa banda policroma que él había confundido con un pájaro era el “Arco iris”, mensajera del Olimpo para transmitir los divinos mandatos a la humanidad, por lo que los griegos la consideraban una consejera y una guía. Viajando a la velocidad del viento, podía ir de un extremo al otro de la tierra y también al fondo del mar. Iris aparecía entonces representada como una hermosa joven, con alas y con ropa de colores brillantes y un halo de luz sobre su cabeza, atravesando el cielo con un arco luminoso.

viernes, 25 de noviembre de 2016

EL TALISMÁN DE EL FLORERO


Lejano de ello, mi tatarabuelo, era un indígena de las costas del Caroní, reducido al cristianismo por los misioneros de Mundo Nuevo, donde, además de ganado, había una forja y una mina unidos por un camino de recua empedrado, custodiado por aguaitacaminos Los trozos de hierro parecidos a piedra esmeril eran trasportados en canastas a lomo de mula hasta el lugar de la forja, donde un misionero catalán fuerte y hablador que casi nunca vestía el balandrán, modelaba el metal sobre un yunque o lo troquelaba, luego de calentarlo al rojo vivo y aguardar que se esponjase sumido en cierta arcilla, carbón de leña y aire que soplaba de un fuelle en constante movimiento

De aquella rústica forja salían para Angostura, también a lomo de mula y por caminos de recua, clavos, bocallaves, llamadores, mascarones, morteros, pailas, estribos, espuelas, argollas, frenos y hasta candelabros para la iglesia.

Muchas veces se agotaba el hierro bueno y había que traerlo en largas y penosas caravanas desde un lugar remoto llamado Capapui donde los misioneros tenían otra forja, más tarde aprovechada por Piar en tiempos de la guerra republicana para forjar lanzas y las puntas de flechas con las cuales los indios participaron en la Batalla de San Félix.

En medio de la guerra los misioneros desaparecieron y dice mi padre que uno de mis abuelos trabajó en las minas de hierro de Imataca descubiertas por un ingeniero de minas llamado Eduardo Fitzgerald de la empresa Manoa que luego explotó por traspaso la Orinoco Iron, la cual al final no pudo con la carga de las deudas, por lo que sus bienes tuvieron que ser sacados a remate para poder cancelar una deuda de más de 75 mil bolívares a Ellis Grell, comerciante de Trinidad. Tales bienes incluían 4 mil toneladas de hierro extraídas de esa mina que mi abuelo estuvo cuidando en la orilla del Caño Corosimo después de unas 70.000 toneladas que se llevaron los gringos para una ciudad norteña donde había una siderúrgica.

Mi abuelo que no quería saber más del hierro, se fue con su amigo Tiburcio y Arturo Vera, a trabajar en un fundo de Las Adjuntas, sembrando café y ordeñando vacas, pero de pronto explorando cacería por un cerro donde las orquídeas trepaban por los troncos y las ramas de los árboles, volvió a caer en la tentación del hierro al sentirse como imantado por el canto rodado de una roca negra brillante, dura y pesada. Lo atrajo tanto aquella forma rocosa que nunca más pudo separarse de ella.

Un día llegó hasta el fundo al borde de la vía de Caruachi hacia Upata, un señor de apellido Boccardo de Ciudad Bolívar, con mi amigo Simón Piñero que le servía de baquiano y quería el señor que le regalara la roca. Yo no quise porque para mí era como un talismán en el que además solía amolar mi machete conuquero y le ofrecí mejor llevarlo hasta el Cerro donde la había hallado y que los vecinos llamaban El Florero por las muchas orquídeas que allí se veían. Hasta allá lo conduje dado su interés y dijo muy sorprendido “aquí el hierro como que se oculta debajo de las orquídeas”. Lo cierto es que a poco tiempo se presentó un ingeniero de minas llamado Franco Pagliuchi, también interesado en la misma piedra. “Caramba –me dije- aquí como que hay algo grande y lo que soy yo de este pedazo de roca no me desprendo”

Y nunca pude desprenderme, pues cuando me alejaba de la casa del fundo sin contacto con ella, me sentía inseguro, como si algo me faltara, y resolví con mandarria arrancarle una pizca a la roca para que me sirviera de amuleto forrado en cuero de una culebra macagua que había matado en un rastrojo y me la guindé del cuello. Tuve la sensación de una mayor seguridad y así se lo trasmití a mis amigos y vecinos que, sugestionados, apelaron a mi generosidad vecinal para asociarse a los poderes mágicos de la roca. Entonces armamos todo un ritual y comenzamos a fraccionarla en pedacitos de amuletos que como yo se colgaban unos en el cuello y otros simplemente lo llevaban en el bolsillo o en la faltriquera. La conducta de los moradores comenzó a cambiar al igual que la montaña y sus inmediaciones experimentaron un cambio sorprendente, no se si para bien o para mal. Lo cierto es que se transformó de la noche a la mañana pues vinieron técnicos, topógrafos, geólogos, ingenieros, en fin, gente de todas partes que contrataron nuestros servicios en la tarea incesante de abrir picas, caminos y carreteras. Levantaron campamentos e instalaron un molino y una línea de rieles por donde un 24 de julio de 1950, lo recuerdo muy bien, comenzaron a rodar vagones repletos de MENA que poco a poco y con gigantes palas mecánicas iban desmontando el cerro, extinguiendo lamentablemente las orquídeas y acabando con los pájaros, morrocoyes, cachicamos y todo rastro de vida. Las vacas y becerros se fueron a otro lugar, pero circulaba el dinero y la comida era buena, exótica y abundante.

El acceso al comienzo, era por Ciudad Bolívar desde un lugar llamado “La Sabanita” y se tardaban meses para transportar con carretas los equipos de exploración y prospección de las compañías

El problema que se presentaba era cómo sacar y trasportar el hierro de la montaña. Al final, hubo que construir un puerto de aguas profundas para barco de gran calado en la Península de Paria, conocido como Puerto de Hierro, conectado con otro del Orinoco llamado Palúa donde había instalaciones mecánicas y barcazas especiales para transportar el hierro que se iría cantando la canción del que no vuelve desde Puerto de Hierro hasta la costa del Atlántico en el norte donde lo aguardaban los altos hornos de las empresas siderúrgicas.

La travesía de Palúa a Puerto de Hierro duraba día y medio a través del Caño Macareo cuando el nivel del agua lo permitía. El regreso era por el Caño Mánamo. Para esa operación la compañía contaba con cinco barcazas que había mandado a construir especialmente. Esto permitió que al año siguiente, desde Puerto de Hierro, un barco llamado el “Bethore” transportara para los Estados Unidos, el primer cargamento de mineral del cerro El Florero que luego bautizaron como El Pao, tal vez porque por las bocas del río Pao había entrado por primera vez El Libertador a Guayana.

Observaba que cada vez la actividad era mayor: cuadrillas de campo trepando por la montaña, ruidosos aviones que despegaban del aeropuerto de Ciudad Bolívar cruzando el firmamento con poderosas cámaras que captaban la geología escabrosa del terreno desde el Aro hasta Piacoa y sur-este del Orinoco siguiendo la vertical del Caroní, enormes barrenos de acero perforando con golpes intermitentes las entrañas de la montaña, compañías con nombres difícil de pronunciar que venían y desaparecían hasta que recuerdo dos de ellas, la Iron Mines y la Orinoco Mining que se hicieron familiares y permanentes. El Pao, Palúa y Puerto de Hierro, eran lugares comunes en el habla del campesino y del llanero asimilados a oficios y métodos de trabajo distintos. Por primera vez oímos hablar de una ley de minas y de concesiones repartidas en hectáreas, de nuevos descubrimientos. Un señor Zuloaga, espigado con botas finas y camisa de caqui arremangada, al igual que otros llamado Buchard y Tello decían que desde el Río Aro hasta Piacoa que es lo que ellos llamaban Imataca, tenía todo el hierro del mundo así como oro entre Villa Lola y La Escalera y diamantes en toda la extensión de la Gran Sabana..

Un día de conversación del señor Zuloaga con la peonada le pregunté cuánto tiempo tenía ese hierro allí y cómo llegó. Entonces dijo para asombro de todos que unos 3.400 millones de años y que su origen era probablemente volcánico y no quise preguntar más porque habría sido como querer penetrar honduras abismales.

El descubrimiento después del Cerro La Parida fue lo más sensacional pues se creía, como en efecto, era el hallazgo más grande. Allí recuerdo que llegaron por primera vez un señor Folke acompañado de otro llamado Víctor Paulik. Eso fue como en abril de 1947 y después de explorarlo lo denunciaron al igual que los cerros Rondón y Arimagua. Al año siguiente a La Parida le cambiaron el nombre por el de Bolívar luego de comprobar su riqueza y tamaño, para lo cual fue necesario una exploración de cien puntos con taladro de percusión y construcción de dos túneles. Se construyeron caminos de acceso al tope del cerro y un campamento con carpas de campaña y pisos de madera, comedores y otras instalaciones. El trayecto de Ciudad Bolívar a la mina se hacía en unas cuatro horas a través de hatos y morichales.



Después se descubrió San Isidro, más pequeño que el Cerro Bolívar, pero al igual que se hizo con los demás cerros, hubo que cortar a machete y hacha una pica a lo largo de la cresta del cerro y picas perpendiculares cada 50 metros por las laderas hasta el valle. Allí se efectuaron 150 perforaciones con taladros de percusión y se tomaron más de 15.000 muestras que se llevaron los gringos y nos preguntábamos si esas muestras no eran acaso amuletos como los nuestros, talismanes de la buena fortuna.

jueves, 24 de noviembre de 2016

LA CIUDAD DEL REY


Ciudad Bolivar.JPG
Había una vez un oficial llamado Joaquín Moreno de Mendoza, enviado por el Rey Carlos III de España a fundar una ciudad a la orilla del Orinoco, pero en su parte más angosta.  El Oficial, además de militar era poeta, y la misma realidad de encontrarse con un paisaje tan edénico como el Sur de Guayana donde se consigue como en el Paraíso, ónice y oro, lo animó a fundar esa ciudad interesando a  primitivos habitantes de misiones cercanas y utilizando la piedra, el barro y la madera que en el lugar era muy abundante.
La ciudad a los pocos días comenzó a edificarse y el oficial hispano la bautizo de antemano con el nombre de Angostura por hallarse en la parte más angosta del gran río, pero cuando ya tomaba cuerpo vino un terremoto y acabó con ella.  Como se trataba de un poeta con alma y voluntad muy recia, la reedificó, pero luego bajo una de esas tempestades  que atemorizan, cayó un rayo sobre uno de los techos pajizos de las primeras viviendas y la ciudad prácticamente quedó abrasada por el fuego.
El Oficial no se deprimió sino que sacó fuerzas de flaquezas y volvió a reconstruir la ciudad.  Dicen que a la tercera va la vencida, y el adagio se cumplió.  La ciudad de Angostura quedó para siempre sembrada a la margen derecha del gran río.  Su fundador entonces escribió un poema de 400 versos considerado el primero y más largo en la historia literaria de la ciudad de Angostura.
En ese largo poema está relatada la hazaña de fundar una ciudad venciendo las dificultades naturales y accidentales que se presentaron y esto fue posible al alma y reciedumbre de un poeta que incluso llegó a creer que moriría acosado por las propias dificultades y en previsión mandó que sobre su tumba se grabara este epitafio:
“Aquí yace Moreno que ostentando
lo vi tres años  mi cerviz rigiendo
buen ejemplo de los que están mandando
Pues él en mi provincia no cabiendo
No bastó le miren usurpando
y este sepulcro le sobra muriendo”.