viernes, 25 de noviembre de 2016

EL TALISMÁN DE EL FLORERO


Lejano de ello, mi tatarabuelo, era un indígena de las costas del Caroní, reducido al cristianismo por los misioneros de Mundo Nuevo, donde, además de ganado, había una forja y una mina unidos por un camino de recua empedrado, custodiado por aguaitacaminos Los trozos de hierro parecidos a piedra esmeril eran trasportados en canastas a lomo de mula hasta el lugar de la forja, donde un misionero catalán fuerte y hablador que casi nunca vestía el balandrán, modelaba el metal sobre un yunque o lo troquelaba, luego de calentarlo al rojo vivo y aguardar que se esponjase sumido en cierta arcilla, carbón de leña y aire que soplaba de un fuelle en constante movimiento

De aquella rústica forja salían para Angostura, también a lomo de mula y por caminos de recua, clavos, bocallaves, llamadores, mascarones, morteros, pailas, estribos, espuelas, argollas, frenos y hasta candelabros para la iglesia.

Muchas veces se agotaba el hierro bueno y había que traerlo en largas y penosas caravanas desde un lugar remoto llamado Capapui donde los misioneros tenían otra forja, más tarde aprovechada por Piar en tiempos de la guerra republicana para forjar lanzas y las puntas de flechas con las cuales los indios participaron en la Batalla de San Félix.

En medio de la guerra los misioneros desaparecieron y dice mi padre que uno de mis abuelos trabajó en las minas de hierro de Imataca descubiertas por un ingeniero de minas llamado Eduardo Fitzgerald de la empresa Manoa que luego explotó por traspaso la Orinoco Iron, la cual al final no pudo con la carga de las deudas, por lo que sus bienes tuvieron que ser sacados a remate para poder cancelar una deuda de más de 75 mil bolívares a Ellis Grell, comerciante de Trinidad. Tales bienes incluían 4 mil toneladas de hierro extraídas de esa mina que mi abuelo estuvo cuidando en la orilla del Caño Corosimo después de unas 70.000 toneladas que se llevaron los gringos para una ciudad norteña donde había una siderúrgica.

Mi abuelo que no quería saber más del hierro, se fue con su amigo Tiburcio y Arturo Vera, a trabajar en un fundo de Las Adjuntas, sembrando café y ordeñando vacas, pero de pronto explorando cacería por un cerro donde las orquídeas trepaban por los troncos y las ramas de los árboles, volvió a caer en la tentación del hierro al sentirse como imantado por el canto rodado de una roca negra brillante, dura y pesada. Lo atrajo tanto aquella forma rocosa que nunca más pudo separarse de ella.

Un día llegó hasta el fundo al borde de la vía de Caruachi hacia Upata, un señor de apellido Boccardo de Ciudad Bolívar, con mi amigo Simón Piñero que le servía de baquiano y quería el señor que le regalara la roca. Yo no quise porque para mí era como un talismán en el que además solía amolar mi machete conuquero y le ofrecí mejor llevarlo hasta el Cerro donde la había hallado y que los vecinos llamaban El Florero por las muchas orquídeas que allí se veían. Hasta allá lo conduje dado su interés y dijo muy sorprendido “aquí el hierro como que se oculta debajo de las orquídeas”. Lo cierto es que a poco tiempo se presentó un ingeniero de minas llamado Franco Pagliuchi, también interesado en la misma piedra. “Caramba –me dije- aquí como que hay algo grande y lo que soy yo de este pedazo de roca no me desprendo”

Y nunca pude desprenderme, pues cuando me alejaba de la casa del fundo sin contacto con ella, me sentía inseguro, como si algo me faltara, y resolví con mandarria arrancarle una pizca a la roca para que me sirviera de amuleto forrado en cuero de una culebra macagua que había matado en un rastrojo y me la guindé del cuello. Tuve la sensación de una mayor seguridad y así se lo trasmití a mis amigos y vecinos que, sugestionados, apelaron a mi generosidad vecinal para asociarse a los poderes mágicos de la roca. Entonces armamos todo un ritual y comenzamos a fraccionarla en pedacitos de amuletos que como yo se colgaban unos en el cuello y otros simplemente lo llevaban en el bolsillo o en la faltriquera. La conducta de los moradores comenzó a cambiar al igual que la montaña y sus inmediaciones experimentaron un cambio sorprendente, no se si para bien o para mal. Lo cierto es que se transformó de la noche a la mañana pues vinieron técnicos, topógrafos, geólogos, ingenieros, en fin, gente de todas partes que contrataron nuestros servicios en la tarea incesante de abrir picas, caminos y carreteras. Levantaron campamentos e instalaron un molino y una línea de rieles por donde un 24 de julio de 1950, lo recuerdo muy bien, comenzaron a rodar vagones repletos de MENA que poco a poco y con gigantes palas mecánicas iban desmontando el cerro, extinguiendo lamentablemente las orquídeas y acabando con los pájaros, morrocoyes, cachicamos y todo rastro de vida. Las vacas y becerros se fueron a otro lugar, pero circulaba el dinero y la comida era buena, exótica y abundante.

El acceso al comienzo, era por Ciudad Bolívar desde un lugar llamado “La Sabanita” y se tardaban meses para transportar con carretas los equipos de exploración y prospección de las compañías

El problema que se presentaba era cómo sacar y trasportar el hierro de la montaña. Al final, hubo que construir un puerto de aguas profundas para barco de gran calado en la Península de Paria, conocido como Puerto de Hierro, conectado con otro del Orinoco llamado Palúa donde había instalaciones mecánicas y barcazas especiales para transportar el hierro que se iría cantando la canción del que no vuelve desde Puerto de Hierro hasta la costa del Atlántico en el norte donde lo aguardaban los altos hornos de las empresas siderúrgicas.

La travesía de Palúa a Puerto de Hierro duraba día y medio a través del Caño Macareo cuando el nivel del agua lo permitía. El regreso era por el Caño Mánamo. Para esa operación la compañía contaba con cinco barcazas que había mandado a construir especialmente. Esto permitió que al año siguiente, desde Puerto de Hierro, un barco llamado el “Bethore” transportara para los Estados Unidos, el primer cargamento de mineral del cerro El Florero que luego bautizaron como El Pao, tal vez porque por las bocas del río Pao había entrado por primera vez El Libertador a Guayana.

Observaba que cada vez la actividad era mayor: cuadrillas de campo trepando por la montaña, ruidosos aviones que despegaban del aeropuerto de Ciudad Bolívar cruzando el firmamento con poderosas cámaras que captaban la geología escabrosa del terreno desde el Aro hasta Piacoa y sur-este del Orinoco siguiendo la vertical del Caroní, enormes barrenos de acero perforando con golpes intermitentes las entrañas de la montaña, compañías con nombres difícil de pronunciar que venían y desaparecían hasta que recuerdo dos de ellas, la Iron Mines y la Orinoco Mining que se hicieron familiares y permanentes. El Pao, Palúa y Puerto de Hierro, eran lugares comunes en el habla del campesino y del llanero asimilados a oficios y métodos de trabajo distintos. Por primera vez oímos hablar de una ley de minas y de concesiones repartidas en hectáreas, de nuevos descubrimientos. Un señor Zuloaga, espigado con botas finas y camisa de caqui arremangada, al igual que otros llamado Buchard y Tello decían que desde el Río Aro hasta Piacoa que es lo que ellos llamaban Imataca, tenía todo el hierro del mundo así como oro entre Villa Lola y La Escalera y diamantes en toda la extensión de la Gran Sabana..

Un día de conversación del señor Zuloaga con la peonada le pregunté cuánto tiempo tenía ese hierro allí y cómo llegó. Entonces dijo para asombro de todos que unos 3.400 millones de años y que su origen era probablemente volcánico y no quise preguntar más porque habría sido como querer penetrar honduras abismales.

El descubrimiento después del Cerro La Parida fue lo más sensacional pues se creía, como en efecto, era el hallazgo más grande. Allí recuerdo que llegaron por primera vez un señor Folke acompañado de otro llamado Víctor Paulik. Eso fue como en abril de 1947 y después de explorarlo lo denunciaron al igual que los cerros Rondón y Arimagua. Al año siguiente a La Parida le cambiaron el nombre por el de Bolívar luego de comprobar su riqueza y tamaño, para lo cual fue necesario una exploración de cien puntos con taladro de percusión y construcción de dos túneles. Se construyeron caminos de acceso al tope del cerro y un campamento con carpas de campaña y pisos de madera, comedores y otras instalaciones. El trayecto de Ciudad Bolívar a la mina se hacía en unas cuatro horas a través de hatos y morichales.



Después se descubrió San Isidro, más pequeño que el Cerro Bolívar, pero al igual que se hizo con los demás cerros, hubo que cortar a machete y hacha una pica a lo largo de la cresta del cerro y picas perpendiculares cada 50 metros por las laderas hasta el valle. Allí se efectuaron 150 perforaciones con taladros de percusión y se tomaron más de 15.000 muestras que se llevaron los gringos y nos preguntábamos si esas muestras no eran acaso amuletos como los nuestros, talismanes de la buena fortuna.

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