miércoles, 30 de noviembre de 2016

LOS BIGOTES DEL GOBERNADOR



En mayo de 1970 cuando el arquitecto Manuel Garrido Mendoza se posesionó de la Gobernación del Estado Bolívar, los bolivarenses se sintieron atraídos por aquella figura alta y magra luciendo en la parte superior de los labios unos bigotes largos, abundantes y poblados.
Todo el mundo tenía que ver y para diferenciarlo del común de los bigotes empleaban el vocablo italiano mostaccio (mostacho) recordando tal vez al venado de matacán o aquel personaje, Bartell D´Árcy, de la novela Los Muertos, del escritor y poeta irlandés James Joyce, que cantaba ópera en el Theatre Royal.
Se me ocurre que este personaje de Joycee ha debido parecerse a nuestro paisano bolivarense José Sambrano Ruiz, un ex gerente de la CANTV, a quien los citadinos preferían reconocer como “Bigote Eléctrico”, cognomento que creo le habría venido más acertadamente a Mario Moreno Cantinflas.
Lo cierto de todo esto es que a una de las bombas diamantíferas del Guaniamo los mineros la bautizaron con el nombre “Los Bigotes del Gobernador”. El diario El Nacional se ocupó del asunto y hasta el doctor Márquez Bustillos fue recordado a propósito, sólo que este funcionario de confianza del General Juan Vicente Gómez tenía los bigotes puntiagudos o vibrisas como un morsa del Pacífico.
Muchos bolivarenses siguieron la moda del Gobernador, entre ellos, el Presidente de la Asociación de Ejecutivos, doctor Ramón Castro Mata, aclarando cuando un periodista le preguntó, que “antes que imitar al Gobernador, yo diría que imito más bien a mi abuelo que los usó antes que él”. Por supuesto, eso de dejarse crecer el bigote viene desde muy lejos y las formas y estilo varían. Por ejemplo el bigote de Salvador Dalí, era fino y entorchado en sus extremos. Rubén Hugo Ratón Ayala, jugador argentino de fútbol, se distinguía por su melena y enorme bigote.
También mi abuelo José de la Cruz Tillero, muerto en Puerto Rico a la edad de 80 años, se distinguía por sus bigotes bien tupidos y cuidados. Lo mismo que Goyo Suárez, carpintero y carenador de barcos, acostumbrado a desayunarse con el majarete que vendía la vecina. Para lo cual utilizaba un pocillo de peltre, tan grande, que llevó a un paisano a preguntarle porque tanto? A lo que respondió. “una parte para mi y otra para los bigotes” Era el problema de los bigotudos como Balbino Paiba, mayordomo de los Luzardo y amante de Doña Bárbara en la novela de Gallegos: “Balbino con sorna y mientras se enjugaba a manotadas los gruesos bigotes impregnados de caldo grasiento de las sopas…”
También, la manera como el hombre se manotea el bigote, si lo tiene, revela a otros su grado de reflexión o preocupación. En “Doña Bárbara”: “Balbino se manotea el bigote, no para limpiárselo, sino como maquinalmente hacía cuando algo lo contrariaba”.
El más conocido de los dadaístas, el pintor francés Marcel Duchamp (con obras en el Museo Soto), que expresó su desaprobación por el “arte agradable y atractivo” cometió la irreverencia de añadir bigote y barba a una reproducción de la Mona Lisa de Leonardo da Vinci. Lo iconoclasta de Duchamp encontró también expresión en lo que llamaba “ready-made”, los objetos cotidianos que él presentaba como obras de arte.
Y volviendo al arquitecto Garrido Mendoza, debemos decir que anduvo de boca en boca durante los años 1970-74 no solo por su peculiar estilo de gobernar y de ocuparse de obras simples como las plazas de bolsillo, sino por su figura alta y delgada y su atractivo mostacho que llevaron a muchos bolivarenses a imitarlo y a recordar, no sólo a un tradicional mago prestidigitador del Circo de Blacamán que por temporadas llegaba a Ciudad Bolívar y levantaba su carpa con bailarinas, payasos, trapecistas, domadores y animales en la plaza Centurión, sino a un septuagenario que siempre decía, siguiendo una vieja tradición, que mientras más largo los bigotes más respetados sería. De manera que se los cuidó y dejó crecer tanto que para sostenerlos debió enrollarlos alrededor de las orejas y otras veces ataba sus puntas detrás de la nuca; pero de noche los bigotes le resultaban un problema: soñaba que era una culebra tratando de estrangularlo, por lo que terminó siendo insomne por temor a las pesadillas. Sus amigos más cercanos, incluyendo a un psicólogo, le dijeron que el remedio estaba en sus manos y que no era otro que eliminarse los bigotes, pero el septuagenario se resistía alegando que modificaría su personalidad y que se sentiría como un militar que le quitan el uniforme, el revólver y las charreteras, además que un brujo le había dicho que mientras más largo el bigote, más larga la vida terrenal. Entonces, siguió otro consejo, más divertido, más erótico, más sensual: contrató a una bailarina desnudista para que lo recreara en sus noches de insomnio. Remedio perverso, pues cuando la danza llegó al punto de la última prenda, el buen hombre se quedo dormido para siempre.

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