martes, 29 de noviembre de 2016

CONCEPCIÓN DEL CAMPO

Concepción se hallaba apta para el coito. Se había buscado marido y, sin embargo, no salía embarazada. Su madre pugnaba contra la idea que hacía suponer a su hija tanto como una mula o machorra. Para disipar dudas le aconsejó no perdiera una sola noche en cama durante el mes de mayo, según la creencia popular, muy propicio para la fertilidad. Pero como pasó mayo dejando sólo en el ambiente el aroma de las flores, optó por la escorsonera mezclada con sábila, guamacho, cadillo de perro y rosa de la montaña. Bien pisada, por supuesto, y colocada en un totumo maduro durante tres meses.
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Transcurrido ese tiempo, la Madre coló la pócima, le añadió aguardiente con miel de abeja y, Concepción, luego de ingerirla con el rostro transfigurado, pasó con su marido todas las noches de mayo, donde no contaba el tiempo, la brisa húmeda del río ni la luna en creciente colada por las entrepalmas del techo. Como complemento también se había comido un Aguaitacaminos asado y desabrido y rezándole sendas oraciones a San Ramón Nonato y a Nuestra Señora de la Nieves.

Esa noche canto el alcaraván y más tarde lo hizo el tuqueque. También el Borococo y ya casi amaneciendo se sintió el aletear de las lechuza por encima de la casa.

Y cuando hubo transcurrido tiempo suficiente, la madre comenzó a observar la forma del vientre y supuso que era varón porque el mismo lo veía alargado y no redondo como el de ella cuando parió a la mismita Concepción. Sin embargo, no estaba muy conforme y ocultó un cuchillo y una cucharilla en sendas sillas de la casa e invitó sentarse en una de ella a su hija y resultó que lo hizo sobre la del cuchillo, por ello pudo jurar a pie juntillas que era un macho lo que vendría muy pronto. Además fijó el oído en la parte baja del vientre de su hija y sintió latidos y vio que ésta un día de mucho sólo tuvo antojo de comer mamones.

Con todos estos indicios juntos la madre disipó la duda y se convenció de que vendría un varón y como deseaba que fuese blanco como su tío Hermenegildo, la purgaba cada dos meses con sal de epsom y para que el parto fuera fácil le daba de tomar de vez en cuando baba de guásimo y para que el muchacho no fuese a venir de pie o encajado contrató cada semana a una comadrona que le daba una soba en el vientre utilizando aceite de comer, sebo de Flandes y grasa de vaca con manzanilla.

Se esmeraba y se prodigaba en cuidados la madre ansiosa de su primer nieto y previéndo lo posible para que el niño naciese perfecto, aconsejaba a Concepción tomar hervidos de Cayena Roja para evitar la eclampsia, a no mirar el próximo eclipse para que el niño no viniera al mundo con manchas. Tampoco le permitía que viera el arcoiris para no atraer sobre su piel el salpullido, ni convenía que fijara su atención en personas con defectos físicos pues el niño podría correr la misma suerte, debía eludir comer frutas morochas si no quería verse comprometida con un parto gemelar y evitar que hombre alguno pasara delante de sus piernas en el noveno mes de embarazo para impedir se le enredara el cordón umbilical. En cambio le aconsejaba que acariciase los frutales para que diesen buena cosecha y le cortaran el pelo a la niña vecina para que se pusiera tan crespo como bonito.

Llegado el momento del parto, la madre tapó todas las rendijas del cuarto, preparó cobijas aforradas y las puso en puertas y ventanas para favorecer a la madre de un mal aire. Luego llamó a la comadrona, la que pidió un trago de ron para coger fuerza. Observó a la parturienta, rezó una oración y tomando dos sillas las puso juntas, pero un poco separadas. Sentada la parturienta en ambas, trataba de guardar el equilibrio con su vulva al aire como un badajo. El marido, situado en la parte de atrás, la sostenía mientras la partera comadrona, provista de un plato de peltre con aceite y ajo calientito, le untaba a cada momento la vulva para ayudar al parto.

Pronto se rompió la fuente y el niño nació sin contratiempos. Respondiendo al primer vagido y porque había nacido boca abajo, la comadrona lo proclamó “macho por todo el cañón”. Luego corto el ombligo y lo amarró tres veces y unto sangre del mismo en labios y mejillas del recién nacido invocando para siempre en su faz un saludable y sugestivo color rosa. Su madre sugirió entonces que enterraran el cordón umbilical cerca de una mata de plátano para que fuese agricultor y se quemara leña encima a fin de que creciera fuerte y sano, mientras la placenta que parecía un segundo parto fue a parar bajo tierra en el mismo cuarto oscuro y casi hermético del parto.

Ya en el puerperio, la mujer guardo reposo durante cuarenta días y se alimentó con sopa de gallina, pero no pudo bañarse y para aliviar el dolor de los entuertos usaba Artemisa curtida en ron y ginebra con clavo, canela y nuez moscada.

Al final, el niño, con un gorro de media en la cabeza para que no le entrase frío en la mollera y un azabache de amuleto en la muñeca, fue echado a andar por el mundo hasta hacerse adulto y repetir en otra mujer la hazaña de su padre.

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